Sus disertaciones siempre son muy amenas e informativas. Siempre dan una buena bibliografía sobre los asuntos álgidos de la retórica contemporánea y un análisis muy agudo de la situación artística y política en México.
No hay duda de que el que no lee, a duras penas podrá darse cuenta de sus actos, del estado de las cosas, del mundo, de su historia, y usted es un claro ejemplo de lo que deberíamos hacer todos.
Aunque debo ser sincero y confesar que no entendí la parte de su texto cuando nos alecciona sobre 'resistencia' en Deleuze. Sobre todo, a partir de las axiomáticas del poder como in-formación y eslóganes (no he visto en ninguna exposición a Bradley Manning, Mordechai Vannu o Anat Kamm, y sus 'obras' de contra-información, imagino son artistas ¿no?), así como la parte de las ocupaciones de la información, la nazi y la resistencia francesa, o la cita de Bifo con su fenomenología del sufrimiento ¿será husserliana o heiddegeriana? ¿el sufrimiento como cosa en sí? ¿como reducción ontológica? ¿lo otro como mero ente psicopatológico?
Estoy completamente de acuerdo con usted de que tanto artistas, curadores, críticos y gestores, no hacen más que enfilarse consciente o inconscientemente al interno de los espacios de cuarentena del neoliberalismo, territorio totalizante, a través de discursos de izquierda híper-retóricos con dosis de Narciso.
Muchos sabemos, y nos consta, que la institución neoliberal cuenta con excelentes mecanismos de des-politización, y en esto la universidad y sus sistemas educativos han sido caballos de Troya. No sólo nuestra generación esta inmersa en esta vorágine de poder, sino todos, en masa.
Creo que a lo que nos enfrenta su texto es a un problema de apreciación cuando tomamos al arte como política pura y dura, como mero fenómeno de poder; el hecho de depositar falsas esperanzas en el arte a partir de una confusión entre arte, política y terapia; en un olvido del arte en función de una afirmación explícita y positiva en contra del poder hegemónico. El arte no puede aspirar más que al campo simbólico al que pertenece - a una creatividad que se da en lo simbólico - o pasar más allá de sí a través de este campo, en una colaboración en bloque con los campos político y espiritual. Si hay acontecimiento será sólo a través de lo simbólico, si hay golpes al estado de cosas, se darán a través de gramáticas que cambien nuestras percepciones de mundo, a través de poéticas que trastoquen los axiomas no sólo del neoliberalismo, sino también y sobre todo del logos occidental que ha escindido al hombre de su entorno, de sus derechos, de su comunidad, de su palabra, de sus afectos y que ha modelado un tipo de bypass informacional que encona al conocimiento, al libre pensamiento y a la libre conversación.
Talvez aquí cabe lo político en el arte, en la conciencia del uso de gramáticas que sonoricen esta tensión entre información y conocimiento, entre neoliberalismo y libertad, entre una dialéctica egótica cegada por mucha luz bibliográfica y una ética primera como apertura a lo otromediante un abandono de las gramáticas de poder; pero sobre todo, entre una fractalización del tiempo- vida, y un encause del deseo y de los afectos del general intellect hacia un nuevo cuerpo. Se habla de lo indecible, lo inefable de nuestras capacidades afectivas, con toda su carga negativa e incompatible con el lenguaje del logos occidental, y aquí la dificultad, aquí la diferencia entre hacer y decir.El hacercambia, coralmente, nuestras percepciones de mundo, nuestra ética, nuestra acción; el decir sólo produce verborrea.
Creo que no le podemos pedir al arte que nos in-forme, nos exponga o nos diga sobre 'los procesos socio-económicos y geopolíticos del presente,' estos los sabemos ya - hay periódicos de derechas y de izquierdas, hay redes sociales, hay voces y curadores - y si lo hace, lo hará tangencialmente, a través de su hacer, como condición de su contexto, en diálogo con el decir contemporáneo; seleccionando que cosa de este decir lo compone o lo descompone. Esto es estética y ética al mismo tiempo, una ética basada en lo físico-químico, en placer-displacer. Lo otro excluido.
En esta misma lógica, reducir todo a una fenomenología del sufrimiento intentando ampliar la idea deleuzeanade resistencia (en ésta idea injusta contra el pensamiento de Deleuze), talvez no sea más que reducir el pensamiento a una retórica narcisista perdida en un laberinto de espejos, falto de ética y escondido bajo una híper-textualidad anónima, sin rostro: como verborrea en general. La resistencia sólo es más allá de este campo de espejos, de esta egologíadel ser - misma que le quita su resistencia - de la cual es difícil escapar, de la cual todos somos víctimas por inercia de lenguaje. Aquí nuestro pecado y nuestro punto de eterno retorno. La resistencia a la muerte por parte del ser (y no fenomenológico, lleno de luz, de autoritarismo, de harta bibliografía y escritura automatizada), es un trabajo coral con una premisa ética como afecto que precede a cualquier logos enloquecido.
En términos de Bifo - visto que lo conoce muy bien - lo que se busca mediante la rebeldía (en masa), es una recomposición del cuerpo social y una reactivación del cuerpo erótico del general intellect, y esta reactivación de la sensibilidad, como resistencia del ser, es irreductible a una fenomenología psicologizante, aunque bien pueda ser el punto de partida en el análisis de Bifo, aunque bien sea una piedra de toque para nuestro hacer.
Tal vez todo esto sea pura retórica, una visión ideal compartida, y talvez todos nos estamos quedando cortos, en todos los campos, ante este devastador régimen político, económico y militar. Pero en nuestro caso (el del arte), el mundo es éste y los espacios culturales, por más secuestrados que estén por parte del neoliberalismo y su perra el poder, son éstos. Museos, centros, espacios sin fines de lucro, Internet y calles. Estos nunca han sido nuestros, tampoco las imprentas que han publicado tanto libro.
Sólo le preciso una información sobre una ligereza de lectura, carente de rigor, en la que muchos han incurrido sobre mi pieza y que ahora usted replica en su texto: estos libros no están pensados para rasgar las portadas de otros libros, ni mucho menos como 'ataque al conocimiento,' que sabemos explícitamente canibalizado por la infosfera. Todos los libros de esta biblioteca han sido impresos a partir de digitalizaciones que microsoft y google han hecho de colecciones de universidades gringas. Muchos de estos volúmenes son primeras ediciones, no publicados nuevamente y sólo se accede a ellos a través de estas ávidas instituciones – como es el caso de los libros de Albert K. Owen impresos en Topolobampo Sinaloa a finales del siglo XIX, y que hasta la fecha yo no había encontrado más que en la Geisel Library de San Diego (con accesos limitados), y ahora gracias a estas benévolas corporaciones gringas, en Internet.
Abandonando toda pronunciación henchida de sed de poder, abrazando el riesgo de la interpretación fundamentada en un sistema de pensamiento, reconociendo su parcialidad, y sobre todo, teniendo rostro, encontraría sus escritos, a momentos, pertinentes.
La declaración curatorial de la exposición Resisting the Present: México 2000-2012 está encabezada por la siguiente cita de Gilles Deleuze:
Todo acto de resistencia no es necesariamente una obra de arte aunque de cierta forma lo sea. Toda obra de arte no es necesariamente un acto de resistencia, y por lo tanto de alguna manera lo es.
La cita viene de la transcripción de una conferencia que Deleuze dio en París en la FEMIS (la escuela nacional de cine) en 1987, en la cual el filósofo se centra en la cuestión, dentro del contexto de la sociedad de control, ¿Qué es un acto de creación? Según Deleuze, la información no comunica sino que transmite eslóganes en los que creemos y nos “in-forman,” perpetuando así el sistema de control. ¿Qué puede hacer el arte dentro de este contexto? Para Deleuze, hacer contra-información no es suficiente, ya la contra-información solamente es eficaz cuando se transforma en acto de resistencia (por ejemplo, los actos de contra-información de Bradley Manning, Mordechai Vanunu o Anat Kamm). Además, para Deleuze, el acto de resistencia no es ni información ni contra-información, sino una obra de arte. Según el filósofo, el arte es tener una idea que resiste la muerte, es “un acto de palabra que se remonta en el aire mientras que su objeto pasa por la tierra.” Este acto de resistencia tiene dos caras: por un lado, toma la forma de la lucha entre los pueblos y por otro, es una obra de arte. Para Deleuze, la resistencia sustituye a la anarquía, antagonismo, revolución, trasgresión, denuncia o a la disidencia como formas de revuelta contra el estado hegemónico de las cosas. La idea de resistencia se basa en la resistencia francesa a la ocupación nazi tomando en cuenta que la sociedad de control está “ocupada” por la información.[1]
En la exposición Resisting the Present en el Museo Amparo, nada se remonta en el aire ni pasa por la tierra; ninguna de las obras resistirá a la muerte. La exposición será recordada por la intrascendencia del arte producido por la generación a la cual representa. Resisting the Present reúne trabajos de artistas que nacieron en los setentas y que empezaron a producir obra alrededor del 2000. El guión curatorial se centra en la hipótesis de que esta generación planteó una nueva forma de “repolitizar” al arte:
Activa desde los años 2000, ésta ha logrado consolidar una nueva propuesta estética y discursiva en donde la reformulación del arte en su interacción con la vida, en un espacio social activo, es la apuesta esencial. Los artistas de esta muestra privilegian un compromiso cabal con la actualidad. Sus obras más significativas cuestionan directamente las condiciones políticas y sociales en las que viven.
El discurso curatorial excede el alcance y compromiso de los trabajos expuestos, atribuyéndole a la indistinción entre arte y vida – que es el viejo modelo de vanguardia – la etiqueta de “repolitizado” por medio de la “resistencia.” Sin embargo, las obras expuestas, con sus domesticadas estrategias de deconstrucción, participación, auto-reflexividad, la intervención, su estética poética neo-con, y su ánimo de “prefiero no hacerlo” de Bartleby, nos hacen pensar que los artistas, más que abordarlo, se resisten a dar cuenta del panorama geopolítico del presente. Podría afirmarse que lo que esta generación postula como “lo político,” obedece al consenso de la (des)politización neoliberal, lo cual es necesario para ingresar en el mercado de exposiciones, ferias y residencias a nivel local y global. Este es arte que no es ni libre ni visionario, ya que se queda corto al exponer los procesos socio-económicos y geopolíticos del presente en los que su producción estética está imbricada.
A esta generación se le conoce como la Milenaria, Generación Y, iGeneration, generación “yo” y como mejor se describe es por sus hábitos de consumo. Se caracteriza porque los artistas empezaron a producir en el momento en el que el mercado del arte se convirtió en su contexto de producción, porque para salir al mercado se hizo necesario llevar un MFA en el bolsillo (de preferencia otorgado por una cara escuela de arte en Estados Unidos), por vivir nomádicamente de residencia en residencia (o proyecto), por tener como meta el éxito en el mercado global de bienales y de ferias de arte. Su sensibilidad estética deriva dell trabajo de artistas como Francis Alÿs (lo poético político) y el arte relacional teorizado en los 1990 por Nicolas Bourriaud (concepto que engloba a la obra de artistas como Gabriel Orozco, Philippe Parreno, Dominique Gonzalez-Foerster, Rikrit Tiravanija y que fue replanteado recientemente por Claire Bishop como “participatorio”). Al escribir grant propposals o fellowship applications, su sensibilidad ético-política surge de la pregunta: ¿Qué es lo que quieren oír y ver (la curadora, la mesa directiva, los jueces, el galerista, el coleccionista etc.)? Lo “poético-político” (a lo que hemos definido como “poetismo neo-con” en este blog), se caracteriza por hacer pequeños gestos e intervenciones con el objetivo ya sea de modificar la percepción de la vida cotidiana, para romper hábitos cognitivos o modificar objetos, historias, lugares, archivos, películas, categorizaciones, etc. para imbuirlos con nuevos significados al hacer un distanciamiento “crítico.” Estos pequeños gestos sirven también para invitar al espectador a especular sobre alguna cuestión política o geopolítica (a la que la obra hace referencia en un segundo grado). Por ejemplo, Cruzando el Río Grande (2010) de Minerva Cuevas, más que abordar una cuestión geopolítica de relevancia, evoca los clichés que el espectador tenga sobre la problemática de la frontera. La pieza reúne mapas históricos y documentos que muestran a la frontera como una línea geométrica nítida que contrasta con los “hechos sobre el terreno” que son amorfos, como el río que la delimita. Vemos documentación de la artista atravesando el río junto con la inscripción en las piedras: “SU-US-US.” Tomando en cuenta que la migración de mexicanos a Estados Unidos disminuyó dramáticamente desde 2009 (hasta llegar a su punto más bajo en 2011), ¿Qué reacción provoca la pieza de Cuevas en el espectador? ¿La de asentir al coincidir con la lánguida interpelación de la artista, “SU-US-US,” que interpretada fonéticamente suena al llamado a ayuda: “SOS” en inglés, la cual leída spanglish, suena a: “Lo suyo es lo nuestro”? ¿O admira los aspectos geológicos o geográficos de la pieza pensando en Robert Smithson? ¿siente pena por los inmigrantes o un odio marxista por el imperio norteamericano? El poetismo neo-con se caracteriza por desconfiar en lo politizado por miedo a caer en la demagogia; por eso evita a toda costa proponer soluciones o abordar directamente las temáticas a las que alude, ya que la cuestión de lo politizado opera como un referente en segundo grado. En este caso, “Piedra del Río Grande” evoca los clichés que el espectador pueda tener sobre las relaciones transfronterizas sin aportarle una visión nueva: operando de manera redundante, no da a ver algo nuevo, sino que da a ver lo que el espectador ve. Abordando el mismo tema y de la misma manera simplista está I-Machinarious (2008) de Marcela Armas, un mapa de México puesto de cabeza hecho de engranajes que derraman grasa metafóricamente “hacia” Estados Unidos, señalando la fuga de capitales, mano de obra y materia prima hacia ese país. Es evidente la relación México-Estados Unidos es mucho más compleja que lo planteado por Armas.
Bajo una lógica similar, está White Noise de Héctor Zamora (2011), una acción que consistió en invitar al público a enterrar en la arena, a lo largo de la playa Bethells en Auckland, Nueva Zelanda, 500 banderas blancas. Al ondear al unísono, crearon un “ruido blanco.” Al final de la exposición, las 500 banderas se montaron en bloques de cemento para poder ser expuestas en otros lugares –entre ellos el Museo Amparo. El gesto de Zamora tenía como intención el hacerle un “guiño” a la historia de las protestas públicas y al compromiso con la tierra, evocando el momento en el que los colonos británicos usaban banderas blancas para delimitar la tierraque le expropiaron a los maoríes. Causalmente (y en tercer grado), la pieza evoca las ambiciones maoríes de autodeterminación y derechos sobre la tierra. Lo casi sublime transmitido en la documentación de la pieza se le contagia a la posibilidad de autodeterminación, la cual se lee como utópica, poética, heroica y sublime. Diríamos domesticada bajo la formalidad autocomplaciente que le confiere Zamora, las voces maoríes diluidas en white noise. ¿Qué consecuencias habría si se hablara en estos términos de autodeterminación palestina?
Héctor Zamora, White Noise, (2010)
En términos históricos, el periodo de producción artística que abarca la exposición coincide con la transición que en México se ha planteado como del “autoritarismo Príista” a la “democracia Panista.” En el ámbito cultural, sin embargo, de 2000 a 2012, prevalecieron las enviciadas estructuras del medio cultural establecidas por el PRI, con su estilo de censura al dar largas o no dar respuestas, al poner obstáculos burocráticos o dar el mínimo de apoyo monetario e institucional a los productores culturales, con su nepotismo e incestuosidad, etc. A estas estructuras (que están inscritas indeleblemente en el inconsciente del modus operandi de la burocracia cultural nacional), se le incorporó a la creciente privatización de la cultura con la intervención corporativa en la producción cultural (Jumex, Taco Inn, FEMSA, Televisa, etc.) A pesar de esta supuesta “transición” a la democracia, siguen quedando sólo dos opciones en el campo político: el populismo o el neoliberalismo, sin dejar lugar para plantear como problemas políticos a la guerra de Calderón contra los narcotraficantes y contra la población, la violencia a las mujeres, el empobrecimiento de la mayoría de la población, el despojo de tierras a comunidades en nombre de proyectos desarrollistas (Chiapas, Guerrero, Chihuahua), o a la “relocalización” de campesinos a campos de concentración conocidos como ciudades rurales, bajo pretexto de desastres naturales, o la represión del antagonismo (por parte del narco y del Estado), etc. El problema es, por un lado, que estos temas se han planteado como la cuestión ética de los derechos humanos, y por otro, que la clase media y alta, junto con Jorge G. Castañeda (en su libro: Mañana o pasado, el misterio de los mexicanos, Aguilar 2011), están convencidos de que el PANiato creó una floreciente clase media visible en los nuevos centros de consumo masivo (de mercancías y de cultura) y que por lo tanto hay que celebrar la democracia y prosperidad que trajo consigo.
Una de las herencias del PRIísmo en la pesquisa estética y literaria ha sido el afán por definir y deconstruir la identidad nacional. Con aires noventeros y bastante trillados está Fémur de elefante mexicano (2010) de Jonathan Hernández y Pablo Sigg, con su respectiva validación histórica por medio de la referencia que hacen a Marcel Broodthaers. La pieza plantea una pregunta entonada con discurso Calderonista de la celebración del Bicentenario: Dado a que los elefantes provienen de Asia o África, ¿Puede existir un elefante mexicano? Si nace en un zoológico nacional, ¿es entonces criollo? En Epílogo (2011), Hernández se cuestiona de forma similar si puede haber un “arte mexicano,” aludiendo al dilema planteado por Gabriel Orozco de no querer “enjaularse” en la etiqueta de “artista mexicano” (en el mundo globalizado).
La pieza de Diego Berruecos La solución somos todos (2011), consiste de un archivo de investigación visual de la herencia sensible del PRI. El archivo evoca la política de lenguaje, paisaje, memoria colectiva y arquitectura del PRIísmo, cuestionando cómo sus manifestaciones en el campo sensible se han hecho predominantes y parte de la cultura en México. Sin embargo, las fotos carecen de un texto que explicatorio de su propio discurso; las imágenes no son traducidas a palabras y por lo tanto esta reunión de rostros icónicos, de gestos, pancartas, huellas arquitectónicas, etc. se hace ambigua. El espectador no conecta de inmediato las imágenes con la omnipresencia del PRI reflejada en el país, ni con la presencia material y sensible del partido traducidos a nuestro inconsciente ideológico (hasta encontrar algo de información sobre la pieza en google). Nos preguntamos si la ambigüedad de la pieza (por falta de texto explicatorio) fue un acto de censura.
La sección Dossier del No. 79 de la revista mexicana La Tempestad (Julio-Agosto, 2011), está dedicada al “regreso de lo político” en las artes visuales. Según el encabezado, varios creadores han dado un “giro comprometido” a su obra en contraste con las estrategias autorreferenciales e irónicas del postmodernismo para “poner en juego la redefinición de lo común.” Este nuevo giro comprometido con “talento formal” engloba allí los trabajos de Guy Ben Ner, Mircea Cantor, Wotej Ulrech e Ignacio Uriarte.
El ensayo de Ruth Estévez sobre Guy Ben Ner comienza con la disyuntiva planteada por Dick Higgins a finales de los 1970s con respecto a la actitud del artista al asumir el compromiso político en su trabajo. Una de dos: o enfrentar directamente al enemigo, o desviar la mirada para “afilar la lengua en el momento más inesperado.” Para Estévez, el ejemplo de artista que encarna la segunda posición es el israelí Ben Ner, quien desde ‘dentro de la situación’ no la critica desde afuera sino que organiza acciones ambiguas. Por ejemplo, Berkeley’s Island (1999) habla de “la segregación del excluido” al mismo tiempo que se “refiere a la manera perfecta de encontrarse en soledad, de evitar las obligaciones paternales y de situarse en un exilio deseado.” Pensando inevitablemente en el tema de la ocupación israelí, se hace evidente que Ben Ner la alude a través de la generalización:“segregación de los excluidos.” Su declaración sobre la pieza es bastante reveladora: “Mi isla (que podría leerse como los bantustanes que ha creado Israel en Cisjordania) no es una metáfora (de la segregación): es la cosa en sí y por eso no existe.” Así, estando dentro de la situación sin criticarla desde afuera, Ben Ner esconde en el inconsciente lo que nadie dice al generalizarlo. Evidentemente, esta es la estrategia que predomina en la producción estética de esta generación: la de desviar la mirada a lo político para luego evocarlo en segundo grado o generalizándolo, sin ensuciarse las manos (o el CV).
El texto de Paola Santoscoy sobre Mircea Cantor le hace eco al hecho de que para los miembros de esta generación, las protestas (como para Héctor Zamora o Sharon Hayes) son sólo un elemento más del paisaje observado a distancia y que fascina desde el punto de vista formal. Santoscoy admira al poder visual y físico de engullimiento del entorno urbano y su capacidad de “bloquear” la visión de lo que a uno le rodea. El estar dentro de una protesta, que implica ejercer activamente el derecho a disentir del ciudadano, impulsado por la conciencia política, es para Santoscoy, la causa de trastocamiento de nuestro sentido de dirección. Postula por lo tanto a las demostraciones como un objeto formal, una conglomeración estetizada (se vienen a la mente las coreografías desnudas de Spencer Tunick), una mera forma de compartir el espacio, y una experiencia de mutualidad. Así, “lo político” no es estar parado en medio de una conglomeración de desconocidos con un objetivo fútil, sino que es estetizar dicha conglomeración. Si uno se mete dentro (es decir, se compromete políticamente) la visión se bloquea, distorsionándose el sentido de dirección ya que las demostraciones en principio y evidentemente no son efectivas.
Plaza de la Libertad, el Cairo, 17 y 19 de diciembre, 2011
La estética participatoria (desde Chester Grant hasta Claire Bishop, pasando por Bourriaud)postula a lo político como la creación de colectividades, es decir, nuevas formas de estar juntos, y el arte se valora como puesta en escena (enactment). Es interesante que en el mundo de la geopolítica las demostraciones (sobre todo las recientes en el mundo árabe, Chile, Europa y Estados Unidos) evoquenla desobediencia civil, el cuestionamiento del capitalismo financiero y su proyecto neoliberal y violencia armada militarizada de parte del estado contra sus ciudadanos. Otra posición comprometida es la de “darle voz a las que no la tienen”, representada por la acción de Teresa Margolles en el Museo de Arte Moderno (el 3 de diciembre de 2011), que consistió en reunir a un grupo de jóvenes estudiantes de una preparatoria poco privilegiada para dejarlos gritar juntos (y darles espacio para enunciar su existencia). Es revelador el hecho de que esta simbólica acción sea consensualmente considerada por la inteligentsia iluminada como efectiva, poderosa, evocadora, como una buena obra de arte.
Willi Kautz delinea en su ensayo sobre el artista Ignacio Uriarte otra posición “comprometida”: el estereotipado y formulaico “prefiero no hacerlo” de Bartleby, un burócrata que en lugar de confrontar a la autoridad, la evade contestando, al recibir una orden: “prefiero no hacerlo.” Dentro de este marco, Kautz le otorga al trabajo de Uriarte los impresionantes poderes (a la Rancière) de “redistribuir lo sensible”, ya que su trabajo, sin tener la intención, “adquiere una inesperada resonancia política.” Kautz describe al trabajo de Uriarte como trabajo de un “buen oficinista” que aplica una fórmula conceptual: “Sus actividades consisten en variaciones metódicas de lo que está a su alcance, aunado a la actitud condescendiente de un administrador que ha optado por ser ineficiente y que ‘finge ocuparse.’” Según Kautz, Uriarte reconfigura de esta manera lo sensible y lo que se considera valioso en la sociedad neoliberal, redimiéndose en “lo político.” Más allá de la confusión entre “lo” y “la” política, (ver la entrada del 14 de diciembre de 2010 del CIJ), Uriarte se queda corto en crear disenso o antagonismo, que es una de las características que Rancière le atribuye a la redistribución de lo sensible. Rancière mismo se cuestiona si las intervenciones del arte contemporáneo, con su puesta en escena de lo político y por lo tanto con su rol sustitutivo de la política, son suficientes para reconfigurar lo sensible. Kautz defiende al arte de Uriarte como “lo político” dentro el advenimiento del “arte sin mayúsculas” fusionado con la vida a través del filtro de la moda (el arte aunado a la vida adaptados al mercado), dentro del cual han triunfo de la estetización de las crisis sociales. Su respuesta, junto con la de Uriarte es readymade: el prefiero no hacerlo (Bartleby), por medio de “la redención en los pequeños pero autónomos gestos artísticos,” una versión trillada de la “micropolítica” de Deleuze y Guattari.
Volviendo a Resisting the Present, nos topamos con dos piezas que revelan el funcionamiento de la “auto-reflexividad” crítica en la producción de esta generación. Está la “intervención” de Tercerounquinto, que consiste en una inscripción que imaginamos estaba destinada a atravesar uno de los muros del museo (de acuerdo con el típico modus operandi del colectivo) y la cual se limitó a perforar una delgada mampara pintada del mismo color salmón que los muros del museo. ¿Habrá censurado el museo la pieza justificado con las restricciones a los monumentos históricos del INBA?. El uso del verbo “resistir” en el título de la pieza: Ningún artista resiste un cañonazo de $50,000 dólares, denuncia el hecho (que todos saben y a nadie incomoda) que la condición de producción del arte contemporáneo es de entrada sucumbir al mercado. La cuestión de “resistencia” aquí implica que los intereses de los artistas están volcados al mercado, en vez de la construcción y sustento de una posición de resistencia al consenso neoliberal. Sobre las mismas líneas, el video de Adriana Lara, Artfilm I: Ever Present –Yet Ignored (2006), muestra el recorrido de varios jóvenes por una galería de arte cuyas reflexiones sobre las (falsas) obras expuestas se oyen en el sobre voz en italiano. El sobre voz plantea los cuestionamientos de esta generación. Una de las voces da por hecho al mercado: “lo que se produce es el consumo del arte; se trata de crear dispositivos de consumo.” Otra de las voces postula a la búsqueda estética actual como una búsqueda existencial: “El arte de hoy expone, revela e intensifica la crisis del hombre solitario en el mundo globalizado, en el que ideologías y religiones han perdido su valor[2]… el artista debe proporcionar una alternativa a esta situación, proponer maneras de vivir de otra forma.” En cuanto a lo político: “se necesita de valor” y “no creo que el arte pueda hacer algo por la sociedad;” además, “lo que me interesa son mis emociones.”
Tercerounquinto, Ningún artista resiste un cañonazo de $50,000 dólares (2011)
Se hace evidente el individualismo psicologizado hedonista como característico de las pesquisas de esta generación. El video de Lara, junto con la intervención de Tercerounquinto, pertenecen al género de arte contemporáneo “tongue in cheek" que postula de manera auto-reflexiva las condiciones de producción del mercado precisamente con los clichés de la auto-reflexividad. Lara llegó al extremo la auto-reflexividad estereotipada (con su necesaria carga de ironía) con su cáscara de plátano para la exposición Younger than Jesús, curada por Massimiliano Gionni y Lauren Cornell (2009) en el New Museum en Nueva York.
En Resisting the Present hay obras que caen en lo revisionista o en lo políticamente correcto, por ejemplo, la instalación de Jorge Méndez Blake que consiste en aprisionar una copia de Das Kapital bajo una esquina en la que se unen dos paredes de ladrillo. Está también la obsoleta y políticamente correcta crítica post-colonial de Mariana Castillo Deball en su pieza El donde estoy va desapareciendo (2011). Consiste en un video acompañado de un libro que imita el formato de un códice prehispánico y en el que Castillo Deball reprodujo dibujos de un códice. En el video se leen los glifos que cuentan la historia de Mesoamérica desde el punto de vista del colonizado. Otras obras en la exposición consisten en gestos que de plano no tienen sentido, por ejemplo, los “libros anarquistas” de Juan Pablo Macías con sus portadas hechas de lijas, que supuestamente al ser incorporados a su estante, borrarán las portadas y contraportadas de los libros a su lado. ¿Para qué este gesto contra el conocimiento en la era en la que la información está canibanizándolo? La única escultura de la exposición es de Gonzalo Lebrija; consiste en una figurilla de porcelana que representa a un hombre vestido de traje y recargando la cabeza en un brazo apoyado en el muro. La pieza presenta una mínima innovación formal que recuerda las esculturas de Richard Serra que utilizan un muro o una esquina como punto privilegiado de apoyo, en lugar del tradicional zoclo colocado en el piso (Equal, 1969-70 o Corner Trip, 1988). Sin embargo, Lamento (2007), que se supone simboliza el aspecto melancólico y romántico de los cuestionamientos existenciales, se limitará a invitar a suspirar y hacer conciencia en los livings de sus patronos y coleccionistas.
El panorama estético-político que presenta Resisting the Present es poco prometedor y nada visionario. Se transparentan la ambición por el éxito y de entrar en el canon y en el mercado de los artistas. Ninguna de las obras muestra, como proclama el guión curatorial, “conciencia aguda de las circunstancias actuales”, ni funciona como “revelador de estados de emergencia” (y aunque las obras cumplieran estos postulados serían problemáticos también). La exposición es dogmática en cuando a que obedece la fórmula global de “arte politizado” halal, limpio de lo incómodo, esquivando la mirada de lo que realmente está en juego. Con su horror a lo que se entiende como populista o panfletario, sin lograr trascender las formas de politización de antaño, las obras están ciegas a las nuevas e insidiosas formas de poder. Plantear a la resistencia como alternativa a la negatividad crítica es acertado, ya que vivimos bajo un estado de ocupación ideológica. ¿Cómo resistir? ¿Cómo defender lo común?El mercado del arte (que abarca bienales y ferias), está inundado de obras que operan bajo la misma fórmula que las expuestas en Resisting the Present. Ante esta sobreproducción de lo banal, el artista visual Miguel Ventura propuso un moratorio al que le hace eco Strike (2010) de Hito Steyerl.
“Strike” de Hito Steyerl
En conclusión, esta exposición es definitivamente coherente con la sociedad actual encabezada por una elite iluminada cuyos esfuerzos por dar cuenta del panorama actual socio-económico de manera ‘civilizada’ se limitan un ámbito cultural sanitizado de lo que verdaderamente implica lo que nadie quiere ver ni oír.
[1] Llevando más allá la tesis de Deleuze sobre las sociedades de control, Franco Berardi (Bifo) teoriza la explosión de lo que él llama la “infosfera” explorando los efectos de la sobrecarga de información en la psico-esfera, y de cómo estos afectan la sensibilidad creando las nuevas psicopatologías sociales. Para Bifo, el poder se manifiesta en la complejidad y aceleración de los automatismos tecno-linguísticos, en la violencia financiera y en la precariedad laboral. Para Bifo, lo político se encuentra en sanar las psicopatologías sociales creadas por la explosión de la información (ansiedad, esquizofrenia, depresión, bulimia, anorexia) haciendo una fenomenología y análisis del sufrimiento contemporáneo.
[2] Dar por hecho que la religión ha perdido su valor es un lujo de la elite ilustrada y secular aislada de los procesos reales del mundo actual, caracterizado precisamente por una reforzada influencia y presencia de la religión en la vida cotidiana de la gente y en su papel de aglutinador de comunidades.
La activista y escritora Raquel Gutiérrez, autora de "Los Ritmos del Pachakuti: Movilización y levantamiento indígena-popular en Bolivia desde la perspectiva de la emancipación (2000-2005) publicó un artículo hoy en la sección "Comment is Free" del periódico The Guardian, en el que cuenta cómo en un vuelo de la Ciudad de México a Barcelona, su avión fue impedido de cruzar el espacio aéreo de los Estados Unidos. Aparentemente, Raquel Gutiérrez está en una "lista negra" del espacio aéreo norteamericano. Más que una medida de seguridad y síntoma de la hiper-paranoia de los Servicios de Seguridad de los Estados Unidos, parece una forma de hacer público el hecho de que ciertos intelectuales y/o activistas estén en listas negras... La investigación de Gutiérrez sobre la movilización en Bolivia (la cual vivió de primera mano) y su contribución a las luchas de liberación en Latinoamérica son extraordinaria.s..
Citamos dos párrafos de la introducción:
"En la investigación que está detrás de este trabajo, me propuse un objetivo doble. Por un lado, volver inteligible el conjunto de sucesos que pautaron y dieron forma, sentido y cuerpo a la tumultuosa participación social de comunarios aymaras, de vecinos de El Alto y Cochabamba, de cocaleros del Chapare y, en general, de población urbana y rural sencilla y trabajadora en Bolivia. Es decir, me propuse escuchar y entender los ritmos del Pachakutien la medida en la que se iban produciendo.
Al hacerlo, encontré que a la base de cada una de las cadencias que pude percibir están la dignidad recuperada en las contundentes acciones de rechazo a lo injusto e inadmisible; la autonomía ejercida en la deliberación y en la ejecución de lo decidido, en la confrontación al poder instituido y en la pelea por la legitimidad de lo propio; y lacapacidad de cooperar entre distintos en condiciones más o menos paritarias jamás exentas de tensión. Dignidad, autonomía y capacidad de cooperación, como notas fundamentales de una sinfonía in crescendo son los hilos que he rastreado en los pasos y caminos de cada cuerpo social movilizado."
AMERICANS HAVE BEEN WATCHING PROTESTS AGAINST OPPRESSIVE REGIMES THAT CONCENTRATE MASSIVE WEALTH IN THE HANDS OF AN ELITE FEW. YET IN OUR OWN DEMOCRACY, 1 PERCENT OF THE PEOPLE TAKE NEARLY A QUARTER OF THE NATION’S INCOME—AN INEQUALITY EVEN THE WEALTHY WILL COME TO REGRET.
THE FAT AND THE FURIOUS The top 1 percent may have the best houses, educations, and lifestyles, says the author, but “their fate is bound up with how the other 99 percent live.”
It’s no use pretending that what has obviously happened has not in fact happened. The upper 1 percent of Americans are now taking in nearly a quarter of the nation’s income every year. In terms of wealth rather than income, the top 1 percent control 40 percent. Their lot in life has improved considerably. Twenty-five years ago, the corresponding figures were 12 percent and 33 percent. One response might be to celebrate the ingenuity and drive that brought good fortune to these people, and to contend that a rising tide lifts all boats. That response would be misguided. While the top 1 percent have seen their incomes rise 18 percent over the past decade, those in the middle have actually seen their incomes fall. For men with only high-school degrees, the decline has been precipitous—12 percent in the last quarter-century alone. All the growth in recent decades—and more—has gone to those at the top. In terms of income equality, America lags behind any country in the old, ossified Europe that President George W. Bush used to deride. Among our closest counterparts are Russia with its oligarchs and Iran. While many of the old centers of inequality in Latin America, such as Brazil, have been striving in recent years, rather successfully, to improve the plight of the poor and reduce gaps in income, America has allowed inequality to grow.
Economists long ago tried to justify the vast inequalities that seemed so troubling in the mid-19th century—inequalities that are but a pale shadow of what we are seeing in America today. The justification they came up with was called “marginal-productivity theory.” In a nutshell, this theory associated higher incomes with higher productivity and a greater contribution to society. It is a theory that has always been cherished by the rich. Evidence for its validity, however, remains thin. The corporate executives who helped bring on the recession of the past three years—whose contribution to our society, and to their own companies, has been massively negative—went on to receive large bonuses. In some cases, companies were so embarrassed about calling such rewards “performance bonuses” that they felt compelled to change the name to “retention bonuses” (even if the only thing being retained was bad performance). Those who have contributed great positive innovations to our society, from the pioneers of genetic understanding to the pioneers of the Information Age, have received a pittance compared with those responsible for the financial innovations that brought our global economy to the brink of ruin.
Some people look at income inequality and shrug their shoulders. So what if this person gains and that person loses? What matters, they argue, is not how the pie is divided but the size of the pie. That argument is fundamentally wrong. An economy in whichmost citizens are doing worse year after year—an economy like America’s—is not likely to do well over the long haul. There are several reasons for this.
First, growing inequality is the flip side of something else: shrinking opportunity. Whenever we diminish equality of opportunity, it means that we are not using some of our most valuable assets—our people—in the most productive way possible. Second, many of the distortions that lead to inequality—such as those associated with monopoly power and preferential tax treatment for special interests—undermine the efficiency of the economy. This new inequality goes on to create new distortions, undermining efficiency even further. To give just one example, far too many of our most talented young people, seeing the astronomical rewards, have gone into finance rather than into fields that would lead to a more productive and healthy economy.
Third, and perhaps most important, a modern economy requires “collective action”—it needs government to invest in infrastructure, education, and technology. The United States and the world have benefited greatly from government-sponsored research that led to the Internet, to advances in public health, and so on. But America has long suffered from an under-investment in infrastructure (look at the condition of our highways and bridges, our railroads and airports), in basic research, and in education at all levels. Further cutbacks in these areas lie ahead.
None of this should come as a surprise—it is simply what happens when a society’s wealth distribution becomes lopsided. The more divided a society becomes in terms of wealth, the more reluctant the wealthy become to spend money on common needs. The rich don’t need to rely on government for parks or education or medical care or personal security—they can buy all these things for themselves. In the process, they become more distant from ordinary people, losing whatever empathy they may once have had. They also worry about strong government—one that could use its powers to adjust the balance, take some of their wealth, and invest it for the common good. The top 1 percent may complain about the kind of government we have in America, but in truth they like it just fine: too gridlocked to re-distribute, too divided to do anything but lower taxes.
Economists are not sure how to fully explain the growing inequality in America. The ordinary dynamics of supply and demand have certainly played a role: laborsaving technologies have reduced the demand for many “good” middle-class, blue-collar jobs. Globalization has created a worldwide marketplace, pitting expensive unskilled workers in America against cheap unskilled workers overseas. Social changes have also played a role—for instance, the decline of unions, which once represented a third of American workers and now represent about 12 percent.
But one big part of the reason we have so much inequality is that the top 1 percent want it that way. The most obvious example involves tax policy. Lowering tax rates on capital gains, which is how the rich receive a large portion of their income, has given the wealthiest Americans close to a free ride. Monopolies and near monopolies have always been a source of economic power—from John D. Rockefeller at the beginning of the last century to Bill Gates at the end. Lax enforcement of anti-trust laws, especially during Republican administrations, has been a godsend to the top 1 percent. Much of today’s inequality is due to manipulation of the financial system, enabled by changes in the rules that have been bought and paid for by the financial industry itself—one of its best investments ever. The government lent money to financial institutions at close to 0 percent interest and provided generous bailouts on favorable terms when all else failed. Regulators turned a blind eye to a lack of transparency and to conflicts of interest.
When you look at the sheer volume of wealth controlled by the top 1 percent in this country, it’s tempting to see our growing inequality as a quintessentially American achievement—we started way behind the pack, but now we’re doing inequality on a world-class level. And it looks as if we’ll be building on this achievement for years to come, because what made it possible is self-reinforcing. Wealth begets power, which begets more wealth. During the savings-and-loan scandal of the 1980s—a scandal whose dimensions, by today’s standards, seem almost quaint—the banker Charles Keating was asked by a congressional committee whether the $1.5 million he had spread among a few key elected officials could actually buy influence. “I certainly hope so,” he replied. The Supreme Court, in its recent Citizens United case, has enshrined the right of corporations to buy government, by removing limitations on campaign spending. The personal and the political are today in perfect alignment. Virtually all U.S. senators, and most of the representatives in the House, are members of the top 1 percent when they arrive, are kept in office by money from the top 1 percent, and know that if they serve the top 1 percent well they will be rewarded by the top 1 percent when they leave office. By and large, the key executive-branch policymakers on trade and economic policy also come from the top 1 percent. When pharmaceutical companies receive a trillion-dollar gift—through legislation prohibiting the government, the largest buyer of drugs, from bargaining over price—it should not come as cause for wonder. It should not make jaws drop that a tax bill cannot emerge from Congress unless big tax cuts are put in place for the wealthy. Given the power of the top 1 percent, this is the way you would expect the system to work.
America’s inequality distorts our society in every conceivable way. There is, for one thing, a well-documented lifestyle effect—people outside the top 1 percent increasingly live beyond their means. Trickle-down economics may be a chimera, but trickle-down behaviorism is very real. Inequality massively distorts our foreign policy. The top 1 percent rarely serve in the military—the reality is that the “all-volunteer” army does not pay enough to attract their sons and daughters, and patriotism goes only so far. Plus, the wealthiest class feels no pinch from higher taxes when the nation goes to war: borrowed money will pay for all that. Foreign policy, by definition, is about the balancing of national interests and national resources. With the top 1 percent in charge, and paying no price, the notion of balance and restraint goes out the window. There is no limit to the adventures we can undertake; corporations and contractors stand only to gain. The rules of economic globalization are likewise designed to benefit the rich: they encourage competition among countries for business, which drives down taxes on corporations, weakens health and environmental protections, and undermines what used to be viewed as the “core” labor rights, which include the right to collective bargaining. Imagine what the world might look like if the rules were designed instead to encourage competition among countries forworkers. Governments would compete in providing economic security, low taxes on ordinary wage earners, good education, and a clean environment—things workers care about. But the top 1 percent don’t need to care.
Or, more accurately, they think they don’t. Of all the costs imposed on our society by the top 1 percent, perhaps the greatest is this: the erosion of our sense of identity, in which fair play, equality of opportunity, and a sense of community are so important. America has long prided itself on being a fair society, where everyone has an equal chance of getting ahead, but the statistics suggest otherwise: the chances of a poor citizen, or even a middle-class citizen, making it to the top in America are smaller than in many countries of Europe. The cards are stacked against them. It is this sense of an unjust system without opportunity that has given rise to the conflagrations in the Middle East: rising food prices and growing and persistent youth unemployment simply served as kindling. With youth unemployment in America at around 20 percent (and in some locations, and among some socio-demographic groups, at twice that); with one out of six Americans desiring a full-time job not able to get one; with one out of seven Americans on food stamps (and about the same number suffering from “food insecurity”)—given all this, there is ample evidence that something has blocked the vaunted “trickling down” from the top 1 percent to everyone else. All of this is having the predictable effect of creating alienation—voter turnout among those in their 20s in the last election stood at 21 percent, comparable to the unemployment rate.
In recent weeks we have watched people taking to the streets by the millions to protest political, economic, and social conditions in the oppressive societies they inhabit. Governments have been toppled in Egypt and Tunisia. Protests have erupted in Libya, Yemen, and Bahrain. The ruling families elsewhere in the region look on nervously from their air-conditioned penthouses—will they be next? They are right to worry. These are societies where a minuscule fraction of the population—less than 1 percent—controls the lion’s share of the wealth; where wealth is a main determinant of power; where entrenched corruption of one sort or another is a way of life; and where the wealthiest often stand actively in the way of policies that would improve life for people in general.
As we gaze out at the popular fervor in the streets, one question to ask ourselves is this: When will it come to America? In important ways, our own country has become like one of these distant, troubled places.
Alexis de Tocqueville once described what he saw as a chief part of the peculiar genius of American society—something he called “self-interest properly understood.” The last two words were the key. Everyone possesses self-interest in a narrow sense: I want what’s good for me right now! Self-interest “properly understood” is different. It means appreciating that paying attention to everyone else’s self-interest—in other words, the common welfare—is in fact a precondition for one’s own ultimate well-being. Tocqueville was not suggesting that there was anything noble or idealistic about this outlook—in fact, he was suggesting the opposite. It was a mark of American pragmatism. Those canny Americans understood a basic fact: looking out for the other guy isn’t just good for the soul—it’s good for business.
The top 1 percent have the best houses, the best educations, the best doctors, and the best lifestyles, but there is one thing that money doesn’t seem to have bought: an understanding that their fate is bound up with how the other 99 percent live. Throughout history, this is something that the top 1 percent eventually do learn. Too late.
Mexico's drug cartels are actually pioneers of the global economy in their business logic and modus operandi
War, as I came to report it, was something fought between people with causes, however crazy or honourable: like between the American and British occupiers of Iraq and the insurgents who opposed them. Then I stumbled across Mexico's drug war – which has claimed nearly 40,000 lives, mostly civilians – and all the rules changed. This is warfare for the 21st century, and another creature altogether.
Mexico's war is inextricable from everyday life. In Ciudad Juarez, the most murderous city in the world, street markets and malls remain open;Sarah Brightman sang a concert there recently. When I was back there last month, people had reappeared at night to eat dinner and socialise, out of devil-may-care recklessness and exhaustion with years of self-imposed curfew. Before, there had been an eerie quiet at night, now there is an even eerier semblance of normality – punctuated by gunfire.
On the surface, the combatants have the veneer of a cause: control of smuggling routes into the US. But even if this were the full explanation, the cause of drugs places Mexico's war firmly in our new postideological, postmoral, postpolitical world. The only causes are profits from the chemicals that get America and Europe high.
Illustration by Daniel Pudles
Interestingly, in a highly politicised society there is no rightwing or Mussolinian "law and order" mass movement against the cartels, or any significant leftwing or union opposition. The grassroots movement against the postpolitical cartel warriors, the National Movement for Peace, is famously led by the poet Javier Sicilia, who organised a week-long peace march after the murder of his son in the spring. This very male war is opposed by women, in the workplaces and barrios, and in the home.
But this is not just a war between narco-cartels. Juarez has imploded into a state of criminal anarchy – the cartels, acting like any corporation, have outsourced violence to gangs affiliated or unaffiliated with them, who compete for tenders with corrupt police officers. The army plays its own mercurial role. "Cartel war" does not explain the story my friend, and Juarez journalist, Sandra Rodriguez told me over dinner last month: about two children who killed their parents "because", they explained to her, "they could". The culture of impunity, she said, "goes from boys like that right to the top – the whole city is a criminal enterprise".
Not by coincidence, Juarez is also a model for the capitalist economy. Recruits for the drug war come from the vast, sprawling maquiladora – bonded assembly plants where, for rock-bottom wages, workers make the goods that fill America's supermarket shelves or become America's automobiles, imported duty-free. Now, the corporations can do it cheaper in Asia, casually shedding their Mexican workers, and Juarez has become a teeming recruitment pool for the cartels and killers. It is a city that follows religiously the philosophy of a free market.
"It's a city based on markets and on trash," says Julián Cardona, a photographer who has chronicled the implosion. "Killing and drug addiction are activities in the economy, and the economy is based on what happens when you treat people like trash." Very much, then, a war for the 21st century. Cardona told me how many times he had been asked for his view on the Javier Sicilia peace march: "I replied: 'How can you march against the market?'"
Mexico's war does not only belong to the postpolitical, postmoral world. It belongs to the world of belligerent hyper-materialism, in which the only ideology left – which the leaders of "legitimate" politics, business and banking preach by example – is greed. A very brave man called Mario Trevino lives in the city of Reynosa, which is in the grip of the Gulf cartel. He said of the killers and cartels: "They are revolting people who do what they do because they cannot be seen to wear the same label T-shirt as they wore last year, they must wear another brand, and more expensive." It can't be that banal, I objected, but he pleaded with me not to underestimate these considerations. The thing that really makes Mexico's war a different war, and of our time, is that it is about, in the end, nothing.
It certainly belongs to the cacophony of the era of digital communication. The killers post their atrocities on YouTube with relish, commanding a vast viewing public; they are busy across thickets of internet hot-sites and the narco-blogosphere. Journalists find it hard that while even people as crazy as Osama bin Laden will talk to the media – they feel they have a message to get across – the narco-cartels have no interest in talking at all. They control the message, they are democratic the postmodern way.
People often ask: why the savagery of Mexico's war? It is infamous for such inventive perversions as sewing one victim's flayed face to a soccer ball or hanging decapitated corpses from bridges by the ankles; and innovative torture, such as dipping people into vats of acid so that their limbs evaporate while doctors keep the victim conscious.
I answer tentatively that I think there is a correlation between thecauselessness of Mexico's war and the savagery. The cruelty is in and of the nihilism, the greed for violence reflects the greed for brands, and becomes a brand in itself.
People also ask: what can be done? There is endless debate over military tactics, US aid to Mexico, the war on drugs, and whether narcotics should be decriminalised. I answer: these are largely of tangential importance; what can the authorities do? Simple: Go After the Money. But they won't.
Narco-cartels are not pastiches of global corporations, nor are they errant bastards of the global economy – they are pioneers of it. They point, in their business logic and modus operandi, to how the legal economy will arrange itself next. The Mexican cartels epitomised theNorth American free trade agreement long before it was dreamed up, and they thrive upon it.
Mexico's carnage is that of the age of effective global government by multinational banks – banks that, according to Antonio Maria Costa, the former head of the UN Office on Drugs and Crime, have been for years kept afloat by laundering drug and criminal profits. Cartel bosses and street gangbangers cannot go around in trucks full of cash. They have to bank it – and politicians could throttle this river of money, as they have with actions against terrorist funding. But they choose not to, for obvious reasons: the good burgers of capitalism and their political quislings depend on this money, while bleating about the evils of drugs cooked in the ghetto and snorted up the noses of the rich.
So Mexico's war is how the future will look, because it belongs not in the 19th century with wars of empire, or the 20th with wars of ideology, race and religion – but utterly in a present to which the global economy is committed, and to a zeitgeist of frenzied materialism we adamantly refuse to temper: it is the inevitable war of capitalism gone mad. Twelve years ago Cardona and the writer Charles Bowden curated a book called Juarez: The Laboratory of Our Future. They could not have known how prescient their title was. In a recent book, Murder City, Bowden puts it another way: "Juarez is not a breakdown of the social order. Juarez is the new order."