lunes, 27 de julio de 2015

La violencia de género en la era de las industrias culturales y la incoherencia de la politización

El pasado 11 de julio, Tania Puente, exempleada del Museo de Arte Moderno, hizo pública una carta dirigida a la artista visual Lorena Wolffer, quien expone actualmente en ese recinto una recopilación de varios años de trabajo titulada: Expuestas: registros públicos en el Museo de Arte Moderno. El trabajo de Lorena Wolffer, podría categorizarse como artivismo en el campo de los derechos de las mujeres, buscando dar visibilidad y hacer conciencia de la violencia de género; ante la normalidad cultural de la agresión como fundamento de las relaciones sociales, especialmente las de género, Wolffer en su trabajo busca darles voz a las mujeres para que cuenten su historia, superen su estatus de víctimas, y se sientan empoderadas. En su carta, Puente denuncia su propio caso de agresión sexual por parte de un trabajador del MAM, y acusa a la administración y a los directivos del museo por el mal manejo de la situación, quienes nos dice, se limitaron a pedirle al personal masculino que trataran con más respeto a las mujeres. Puente acusa también a la administración del MAM de ignorar su petición de levantar un acta o protocolo para tener un registro de la agresión, y de despedirla por haber manifestado su inconformidad con la respuesta del Museo ante su situación, bajo el pretexto de recortes presupuestales.
El pobrísimo manejo del caso de Puente por parte del MAM – que acabó en injurias sumadas al haberla despedido – , evoca al caso de Emma Sulkowickz, una estudiante de la Universidad de Columbia, en Nueva York, quien fue agredida en su dormitorio estudiantil por un conocido en 2012, habiendo tenido antes sexo consensual con él. Las autoridades de la Universidad exoneraron al agresor y Sulkowickz hizo un performance,Carry that Weight”, en el cual llevó el colchón de su dormitorio a cuestas por todo el campus durante todo un año, con la consigna de cargarlo hasta que: fuere expulsaran a su agresor, o se graduara de la universidad. Lo último ocurrió, y la acción de Sulkowickz – quien llegó a la ceremonia de graduación cargando su colchón – desató una ola de denuncias por parte de una docena de estudiantes que también fuero agredidas en el campus de Columbia, y que sintieron que la administración tampoco respondió de forma adecuada o suficiente a sus casos de agresión sexual. Tanto el caso de Puente como los de la Universidad de Columbia y en otros campus en Estados Unidos – agresiones que han cobrado recientemente visibilidad al contrario de la mayoría de los casos, que permanecen invisibles – son signo, por un lado, de la aceptación cultural de la impunidad ante este tipo de crímenes, y de la falta de canales efectivos para darle voz a las mujeres y castigar a los agresores. En la mayoría de los casos, como en los que menciono, los agresores han sido incluso protegidos por las instituciones que le dieron marco a sus ataques. Esto es un signo alarmante de la manera en la que sigue operando el heteropatriarcado neoliberal: si en los últimos cuarenta años, el mundo cambió para las mujeres y los homosexuales al haberlos incorporado al mercado como trabajadores y consumidores, en algunos lugares, incluso con derechos legales igualitarios, los cambios fueron relativos. Esto se debe a que la estructura que le subyace a la sociedad permaneció intocable: homofóbica y misógina, se basa en el control sexual, en la desigualdad social y en el trabajo invisible y no remunerado de las mujeres. Además, mientras más independencia logramos las mujeres, más vulnerables nos hacemos ante una forma social de deseo que prevalece y que le da lugar a una masculinidad tóxica, violenta, asociada a la dominación, al control, al hambre de poder, al dinero y al sexo abusivo (los personajes masculinos de películas como Cosmopolis (2012), Le capital (2012) The Wolf of Wall Street (2013), o Fifty Shades of Grey (2014), son los nuevos arquetipos en este sentido).
Ya que el trabajo de Wolffer está del lado de los derechos de las mujeres, Puente esperaba que se solidarizara con ella en contra del MAM y que denunciara su caso. En su respuesta, Wolffer, a quien evidentemente no le interesa tomar una postura de antagonismo contra la institución que alberga su exposición – y quien no tiene en realidad la obligación moral de hacerlo, ya que hoy, ser politizado no exige coherencia entre acción y discurso, postura y gesto, como veremos más abajo – le recomienda a Puente presentar una denuncia, y la invita a donar un objeto y a dar testimonio para sumar su nombre a las de las mujeres con las que ha trabajado. En su análisis de la situación, la crítica Aline Hernández, desacredita la invitación de Wolffer a Puente a sumarse a la exposición al llamarla “pobre” y al declarar que “Wolffer debió haber tomado una postura más enérgica, hacerla pública e involucrarse en lo que está ocurriendo”; Hernández acusa a Wolffer de ni siquiera responderle personalmente a Puente y de “naive” por sugerirle interponer una demanda (que ya había hecho Puente, a pesar de su obvio escepticismo). En otras palabras, para Hernández, para que el trabajo de Wolffer pudiera tener coherencia y credibilidad, y que pudiera ir más allá del “asistencialismo” a las víctimas de agresión sexual, la artista debió haberse solidarizado con Puente en contra el MAM. Y sin embargo, la oferta de Wolffer a Puente de sumarse a su exposición, no hace más que humildemente demarcar los límites de su práctica artística; además, ¿no hubiera sido provocador y catalizador de visibilidad que justamente desde el seno del museo se evidenciara su hipocresía institucional a través del testimonio de Puente de su agresión dentro del MAM? Para muchos, sin embargo, la actitud de Wolffer ante Puente hizo que su exposición quedara completamente vaciada de potencial crítico y de efectividad en el campo socio-político, evidencia de la incoherencia de la artista entre su política y su discurso.
 Hay que tomar en cuenta, sin embargo, que hoy en día, gesto simbólico (en el ámbito de la cultura), postura política y existencia cotidiana están completamente disociadas. Empapadas de la sensibilidad neoliberal, su disociación permite que se pueda denunciar la hambruna en África, pero tomar café en Starbucks; solidarizarse con los palestinos de Gaza, y reunirse a comentar el conflicto comiendo ostras y vinos importados carísimos; ir a una protesta contra la violencia en el país, pero explotar a sus empleados domésticos; tomar a los niños de la calle como sujeto de arte, pero darle la espalda a un mendigo; estar en contra de la esclavitud, pero comprar ropa manufacturada por esclavos en el Sureste de Asia; estar preocupado por el calentamiento global y comprar comida en los supermercados; o pedirle fondos del gobierno o a las corporaciones para hacer proyectos que los critican, etc. Por eso, en nuestra era post-ideológica y post-política, un gesto de solidaridad no implica ponerse del lado de lo blanco o de lo negro, sino operar dentro de la gama de los grises. Es decir, hacer arte politizado no implica que como persona pública, los artistas tomen necesariamente una postura política determinada, lo cual, dado el caso, implicaría ejecutar estrategias de visibilización de acuerdo con las demandas del mercado. Por cierto, no estamos hablando del gesto de Madonna de solidaridad con las Pussy Riot, ni de la renuncia de Octavio Paz como embajador de la India en el ‘68.
Independientemente de que se exhiba cierto tipo arte politizado para cubrir quotas de género, para evidenciar la corrección política de las instituciones, o para servir de escaparate de la democracia y de la libertad de expresión, exigirle a Wolffer coherencia entre su arte y su postura como figura pública en su relación con el MAM, es no ver tampoco la brecha entre la culturalización de la política vs. la acción política, o la problemática amalgama neoliberal entre cultura y política. Es pedirle al arte, un ámbito representativo y simbólico y por ende autónomo (en ese sentido), que sea efectivo en el campo social (si no, el arte socialmente comprometido estaría todo del lado de los problemáticos asistencialismo de Estado y de la responsabilidad social corporativa). Para Hernández, el gesto de Wolffer hacia Puente socava la lógica discursiva de la exposición e inclusive la curaduría, abriendo una brecha abismal entre teoría y práctica, “donde el objeto en cuanto tal se encuentra fuera de mí, es exterior y la vía para abordarlo es meramente discursiva.” Sin embargo, el compromiso de Wolffer con las mujeres con las que trabaja no es meramente discursivo; lleva a cabo una labor simbólica y de empoderamiento, lleva a cabo rituales de sanación personal en terapias colectivos cuyos vestigios se quedan petrificados como un archivo interminable dentro del museo. En cierto sentido, la de Wolffer y sus mujeres es una batalla de visibilidad y el museo no es más que un instrumento para darle visibilidad y voz a las mujeres violentadas.
A pesar de ello, no dejo de compartir la frustración de Hernández con que el arte y los artistas que trabajan con temas políticos se queden cortos como acciones políticas. El drama y la emoción que surgen al darle voz a las víctimas, la catarsis que deriva de la acción simbólica, puede producir experiencias personales transcendentales y curativas al igual que imágenes e instalaciones emotivas que le dan voz a las víctimas; a lo mucho, algo de pedagogía para paliar la misoginia. Sin embargo, más allá de la espectacularización sensible de la violencia y la victimización, ¿podemos realmente pedirle, exigirle al arte que sea eficaz en el campo político? El arte realizado en el campo social, es parte de la economía político-cultural, un producto de consumo para las élites que se despolitiza – al cambiar de naturaleza – en el momento en el que ingresa en las instituciones culturales como objeto de exhibición. Si bien Hernández tiene razón al notar que el arte politizado, dentro de un museo, es un discurso reductivo e ineficaz, no toma en cuenta que el arte politizado existe en una esfera distinta a la de la acción política, que transforma las posturas políticas en gestos simbólicos. Lo que debemos cuestionar aquí es justamente la conformidad de muchos con los gestos simbólicos sin exigir tomas de postura. Los gestos simbólicos politizados que prevalecen sobre el arte hecho políticamente.
Algo que es revelador aquí, es que la desigualdad de género y social son claves para entender las relaciones de poder en el heteropatriarcado neoliberal en las que está imbricada Tania Puente. En su carta se entrelee un gran chantaje; hablando desde un lugar de invisibilización, anulación y vulnerabilidad, Puente le reclama a Wolffer: “preferiste escuchar la voz de otros a pesar de que yo te llamé directamente para poder platicar y pedir consejo y asesoría”, al tiempo que le exige que le de visiblidad: “¿Por qué fue así de irrelevante lo que me sucedió? ¿Bajo qué norma o criterio el valor de mi persona no tuvo el peso suficiente para que se hiciera algo al respecto?” Su reclamo, al que le hace eco la blanda y reconciliante reflexión de Alejandro Gómez Escorcia y Alejandra Franco, quienes se mantienen al margen de juzgar la decisión tanto de la artista como del MAM de lavarse las manos ante la situación, revelan la cuestión de la jerarquías y valorización de las personas en nuestra sociedad de castas: “¿Cuál habría sido la reacción de esta misma comunidad si la víctima del acoso sexual en el MAM hubiera sido la propia directora o la artista en cuestión?” En esta sociedad, la justicia y visibilidad se logran de acuerdo con el estatus y la posición social. El hecho de que el agresor esté sindicalizado, y Puente no, es un factor más en este juego perverso de jerarquías y de poder que opera en las instituciones mexicanas.

Otro tema urgentes en este contexto, es que la declaración de la segunda ola de feminismo que lo personal es político ha sido socavada por el hecho de que la política de las mujeres se ha reducido a lo meramente personal: quien quiera que seamos, nuestra noción de género, lucha política y noción de feminismo estarán determinados no sólo por nuestras experiencias en el amor y sexo (positivas o negativas), sino también por nuestros privilegios sociales y de clase. La pregunta que surge es, ¿cómo inspirar solidaridad con las víctimas de la violencia de género por parte de los no-victimizados más allá de la lástima y del sensacionalismo? Y la pregunta archi-feminista: ¿se puede articular una lucha de las mujeres que pueda trascender diferencias de clase y de experiencias de género? Le hago eco al llamado de Laurie Penny a amotinarse en contra de las reificadas y normalizadas divisiones de clase, de género, de sexo; también contra la construcción hollywoodense del amor heterosexual como pilar de la familia nuclear (y de la economía neoliberal), y hago un llamado a boicotear a todo ente o institución que florezcan irreflexivamente en la incoherencia conformista canalizada por la maldita amalgama, y por lo tanto, la confusión entre política culturalizada y acción política.

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